miércoles, 9 de junio de 2010

Los profesores de academia

Recuerdo que Reynaldo Santa Cruz fue mi profesor en la Trilce, cuando me preparaba para la Cato. Recuerdo que pensaba que era un Dios, como, seguramente, mucho mocoso imbécil que asiste actualmente a sus clases. Recuerdo que un día fue con su librito de relatos _ el Evangelio según Santa Cruz, a venderlo en mi salón de la Trilce de San Isidro, mismo vendedor ambulante de los años 90. Recuerdo que todas las mocosas arrechas querían tener un affaire con él, y es que el Perú es un país muy generoso, o en todo caso, muy generosa la ignorancia. Recuerdo que traía siempre su botella de Coca cola mezclada con café. Recuerdo que nos hacía reír un huevo y que era el profesor más querido y popular de todos. Recuerdo que pensé que si era tan gracioso debía hacer un piloto para alguna televisora, talvez se podría volver millonario de cómico (profesión igual de digna que cualquier otra).

Lo que más me sorprende es que Reynaldo ha sabido mantenerse haciendo lo que hace bien. Ser profesor de colegio, escribir por amor y no con talento. Resignarse a que no podrá ser como Mario Vargas Llosa. Resignarse a no poder tirarse a ninguna de sus alumnitas, porque hay leyes estrictas contra la pedofilia. Lo que más me sorprende, es que a pesar de todo eso, Reynaldo trata de vivir con una cierta dignidad, la dignidad de un tipo gracioso, de un buen hombre.

El Perú es un pedacito de nada, donde el aire desvanece los recuerdos, por eso nadie le presta atención ni a los memoriosos ni a los evaluadores. Yo soy un memorioso y evalúo todo lo que recuerdo, y a veces, me siento estúpido de haber admirado a gente poco admirable. Suele suceder con los profesores de academia, con los amigos de la infancia y con tantos malhumorados recuerdos que nos aguardan en la noche en forma de pesadillas.

Así como Reynaldo Santa Cruz, recuerdo a mucho profesor cuentero, como el buen Ricardo Bazo, profesor de historia universal; yo creía que él era una gran tipo, un gran sabio. Después de mucho tiempo lo busqué por Internet, me interesaba leer sus publicaciones, y nada más que la nada inundaba Google que con su típica frialdad lo desconocía, casi casi, el omnisciente Google me preguntaba ¿Quién mierda es ese tal Ricardo Bazo?

Recuerdo que mi esposa me contaba de un profesor de Literatura llamado El Pestañudo, cuyo verdadero nombre era Edgar Saavedra. Recuerdo que mi esposa me dijo que cuando ella era una estudiante de academia lo veía a él simpático, hermoso como las palabras sagradas de la virgen María al arcángel San Gabriel – “he aquí a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra”. Pero cuando lo volvió a ver después de muchos años, le pareció menos alto, menos interesante y se preguntó ¿cómo era que yo lo pude haber visto con ojos de amor? Y sintió lo mismo que Fermina Daza después de ver en aquel mercado colombiano a Florentino Ariza, y sintió aquella misma repulsión, y se preguntó lo mismo que Fermina, ¿cómo había podido ser tan ciega?

Entiendo que todos necesitan comer, que sobrevivir es uno de los instintos más primitivos. Pero un buen profesor debe ser el que no solamente mete cuento, sino el que participa en la comunidad, el que trabaja académicamente por superarse. Lamentablemente no recuerdo a ningún buen profesor. Todos fueron unos payasos que trataron de sobrevivir enseñando. Yo pienso en enseñar, pero tengo miedo de que un día algún hijo de puta de mis alumnos, uno que decida estudiar alguna carrera de letras o sociales, me acuse de cuentero, mencione mi nombre en un blog, o lo que haya en ese momento, y me haga sentir miserable.

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